lunes, 13 de mayo de 2013

THE SABOTEUR (2009)



Siempre he sentido un especial interés por la figura del partisano, algo así como un soldado sin ejército que hace de la lucha armada una manera de defender un mundo mejor, una suerte de superhéroe del mundo real que sacrifica su comodidad para expulsar de su tierra lo que hemos dado en considerar el Mal Absoluto. Esa imagen romántica ha sido, en nuestra sociedad actual, desprestigiada por palabras pretendidamente nobles pero que ocultaban la necesidad de tapar una figura molesta: el heroicismo individual y sin banderas, sin etiquetas, que tanto molesta a unos poderes que son los primeros en jactarse de aquellos que consiguieron jóvenes cuya única recompensa fue una fría tumba.

Hay un componente inherentemente subversivo en el mundo de los videojuegos, que siempre se ha movido en una constante actualidad y para un público joven y que busca experiencias al margen de lo que los medios escupen cada día. En ese sentido, es muy comparable a los cómics o al cine de serie B - cuando este aún existia con fuerza propia y no como plan secundario para arañar algo de calderilla - porque se atreve a moverse en terrenos más políticamente incorrectos, menos pendientes de la imagen o de su papel social, y más conscientes de unas sensaciones primarias, de unos deseos del inconsciente colectivo en los que ahora podemos ser partícipes sin consecuencias, como avatares de una novela de cyberpunk.

Cuando se trata la violencia en los videojuegos, se hace desde el punto de vista más amarillista e irresponsable, en la idea de que todas esas acciones virtuales son una promoción de valores, quizás porque confundimos a los videojuegos con otros medios que sí se usan para dichos fines y no como una industria bastante más pasota y libre. No es que vaya a negar que los videojuegos también contienen propaganda, pero en general, se han mantenido al margen del poder, ya que se considera un medio más residual. No, la violencia en los videojuegos se construye como algo más catártico, como algo que empieza y termina en el propio juego, basado en el principio de que no hay consecuencia alguna. 

Luis Buñuel adjudicaba a sus más oscuros deseos un papel puramente mental, sin ninguna correspondencia con la realidad y, por tanto, algo de lo que no arrepentirse pues a nada o nadie afectaba más que a él mismo. Él estaba solo con sus pecados, y estos no eran asunto de nadie. De igual modo, los juegos nos permiten, por ejemplo, ser un revolucionario de la resistencia francesa en el París ocupado por los nazis sin que ello suponga ningún problema ético: es un juego, una construcción mental y virtual, algo con lo que desahogarse y nada más.

Puede que Grand Theft Auto (1997) no fuese ni de lejos el primero, pero desde entonces se ha estandarizado la idea de que los juegos, y en especialmente los sandbox, son muy atractivos cuando se sitúan al margen de la ley. Nos están ofreciendo una imagen que otros medios no nos devuelven, una imagen que se nos ha dicho prohibida. Es por eso por lo que los juegos asustan tanto: porque proyectan ese lado oscuro de la sociedad que algunos se empeñan en que no veamos. Sí: matar nazis en el contexto de la Segunda Guerra Mundial es más aceptable que aplastar cachorritos, pero cuando analizamos The Saboteur de cerca, vemos que nuestro papel no deja de ser el del hombre que lanza bidones de gasolina a las hogueras.

Como juego en sí, The Saboteur quizás no innove en nada, situado en la línea que Crackdown (2007) o Infamous (2009), pero con esa ambientación de época que, a lo Mafia II (2010) o The Godfather: The Game (2006), le dan un toque aún más subversivo, por lo que revela de nuestro pasado, la construcción violenta de nuestra sociedad moderna y, por tanto, de nuestra bestia interior. No hay que menospreciar a este juego, que aunque no aporte mucho más al medio, es capaz de conseguir una verdadera atmósfera opresiva que estalla en unas misiones finales con un componente tan decadente y alegórico que solo sorprende para bien. Con esa apariencia de frivolidad y sencillez, hay un torpedo a nuestra línea de flotación, a nuestro modo de ver el mundo, y pocas cosas más legítimas se me ocurren en este medio.

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